domingo, 22 de abril de 2012

¡Y UNA LECHE!

No es una, son diez. En junio de 2011 la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) hizo público un polémico informe sobre la calidad de la leche que se consume en España. En sus conclusiones hacía una clasificación por marcas y “desaconsejaba vivamente” el consumo de diez de ellas. Sin duda, hizo un daño importante a las marcas que ponía en el disparadero, pero tampoco fue plato de gusto para las mejor valoradas, porque pasaban a formar parte de un peligroso juego en el que una organización privada pero con un potente valor mediático, se auto dotaba de la capacidad para decir qué marcas deben o no deben ser consumidas.

La Federación Nacional de Industrias Lácteas (FENIL) interpuso una demanda. Un juez la ha desestimado, en una resolución que va a volver a ser recurrida por la propia FENIL. En ella se argumenta que la industria no ha presentado ningún estudio que contravenga los datos del informe de la OCU. La cuestión no es la veracidad de los datos hechos públicos por la OCU, sino si en base a unos datos de composición y cualidad, que en ningún caso modifican la naturaleza del producto y menos todavía afectan a su seguridad alimentaria, se puede desaconsejar el consumo de una marca. Ahora ha sido la leche, pero si esta práctica fuera extendida a otros alimentos, la OCU adquiriría un enorme poder económico.

La decisión de acometer estudios de estas características debería ser de la propia función pública, a la que pertenecen organizaciones científicas de reconocido prestigio mundial, capaces de asumir estos proyectos, en caso de ser necesarios. Pero, ¿respondía a una preocupación real de los consumidores?, ¿intentó la OCU plantear a la administración esta supuesta amenaza?

En el mercado hay todo tipo de alimentos, cada uno de ellos comercializado bajo multitud de marcas, con calidades muy diferentes. En este escenario, el consumidor decide en función de la calidad que él percibe, del precio y de otros factores subjetivos. La administración y, supuestamente también organizaciones como la OCU, deben preocuparse de aquellos casos en los que el producto no responda a los parámetros mínimos de calidad exigidos que garanticen nuestra seguridad, en este caso alimentaria; también de los casos de fraude, en que el consumidor no adquiere el producto que cree comprar, o que no responde a las cualidades que se reflejan en las etiquetas o en su publicidad. Más que eso, supone arrogarse responsabilidades que no les competen e incluso, que distorsionan el libre mercado.

¿Por qué en el informe de la OCU se intenta que el consumidor no compre determinadas marcas que cumplen con todas las exigencias para poder estar en el mercado?, ¿con ello se consigue mejorar la seguridad alimentaria del consumidor o frenar algún tipo de fraude alimentario? El título de este artículo, podría ser una respuesta.